El Tribunal Supremo de Canadá abre
una novedosa vía para la asistencia al suicidio
La Asamblea Nacional francesa ha aprobado el
derecho a la sedación terminal de los pacientes con una enfermedad
irreversible. En España, este tratamiento es el protocolo indicado desde hace
años para enfermos incurables con síntomas refractarios, esto es, no
susceptibles de control por otros medios. Y es que, en los países de nuestro
entorno, se abre paso el acuerdo de que las personas disponemos, en virtud de
nuestra autonomía, del derecho a ser ayudados en el morir, lo que comprende la
posibilidad de rechazar o interrumpir un tratamiento de soporte vital
(eutanasia pasiva o limitación de esfuerzo terapéutico); el derecho a recibir
cuidados paliativos dirigidos a evitar el dolor, aunque acorten la vida
(eutanasia activa indirecta o medidas de doble efecto), incluyendo la sedación
terminal cuando el dolor no se pueda controlar; y la facultad de dejar por
escrito anticipadamente la designación de la persona que nos representará y
nuestra voluntad para el caso de que no podamos adoptar ya la decisión por
nosotros mismos (instrucciones anticipadas, testamento vital). Este sería el
consenso básico actual.
Sin embargo, algunos Estados (el
primero fue Oregón) permiten dar a un enfermo terminal una medicación para que
éste ponga fin a su vida (suicidio asistido). Otros admiten que sea el propio
médico quien cause la muerte del paciente, también a petición de éste y en un
contexto de graves padecimientos (eutanasia activa directa), como ocurre en
Holanda o Bélgica. En Suiza no se castiga la ayuda al suicidio, lo que ha
permitido un floreciente turismo eutanásico. Pero todos estos casos se
consideran excepciones de las normas penales que castigan la muerte ajena o la
ayuda al suicidio.
El Tribunal Supremo de Canadá ha ido más allá. En
la sentenciaCarter
versus Canadá, de 6 de febrero, ha venido a reconocer que la ayuda
médica a morir es un derecho fundamental. Examinando la validez de la norma
penal que prohíbe la ayuda al suicidio (también para enfermos terminales), ha
concluido que tal prohibición lesiona el derecho a la vida, porque fuerza a
algunas personas a tener que suicidarse preventivamente, de modo violento, por
miedo a no poder hacerlo cuando su enfermedad evolucione; y viola también su
derecho de libertad e integridad porque privar a los enfermos terminales de esa
ayuda provoca estrés y daño psicológico y les sustrae el control de su
integridad corporal. La sentencia falla que es inconstitucional prohibir la
ayuda médica a enfermos adultos competentes que la pidan a causa de una
enfermedad o una discapacidad que les provoque sufrimiento permanente,
intolerable e irreversible.
El Tribunal emplea tres argumentos. 1º La
prohibición de la ayuda médica a morir se justifica para proteger a personas
vulnerables en situación de debilidad para adoptar decisiones, pero es
desproporcionado porque no todos los enfermos en situación terminal son
vulnerables, empezando por una de las demandantes, la señora Taylor, enferma de
esclerosis lateral amiotrófica que solicitó ayuda para morir a fin de evitar lo
que ella mismo describió como una “cruel elección” entre suicidarse por sí
misma mientras pudiera o perder cualquier control sobre el momento y forma de
su muerte. 2º La prohibición de la ayuda a morir no es una medida indispensable
porque los médicos pueden asegurar la protección de los enfermos terminales
ante el abuso y/o el error con un sistema serio de garantías. De hecho, la
sentencia da un plazo de un año al Parlamento canadiense para regular esta
materia reconociendo el nuevo derecho. 3º No se ha demostrado que allí donde se
ha despenalizado la eutanasia se hayan debilitado con el tiempo las garantías
(argumento de la pendiente resbaladiza).
La sentencia ofrece algunos flancos a la crítica.
Es un tribunal y no el constituyente o el legislador quien convierte un tipo
penal nada menos que en un derecho fundamental; la sentencia tendría que haber
hablado sólo de suicidio asistido, pero introduce también la eutanasia (y no
son lo mismo porque el suicidio asistido por médico garantiza mejor la libertad
y voluntariedad del sujeto); considera, sin argumentar, que ayuda en el morir y
ayuda a morir son dos caras de una misma moneda: ambas se fundarían en la
libertad de decisión del enfermo (pero no es lo mismo “matar” o “suicidarse” que
“dejarse morir”); apenas diseña cuáles serían las garantías a las que tendría
que someterse este nuevo derecho; señala el riesgo de abuso o error como única
finalidad de la prohibición de dicha ayuda, cuando hay otras finalidades
(preservar la vida de los ciudadanos, prevenir los suicidios o mantener la
integridad de la profesión médica —que se vería ahora en la tesitura de tener
que poner directamente fin a la vida de algunos enfermos y de decidir en qué
casos, aunque les reconoce el derecho de objeción de conciencia); sí hay
pruebas, sobre todo respecto de Holanda, de que la pendiente resbaladiza no es
una simple especulación.
Con todo, la sentencia Carter está llamada a ser
muy influyente. Una declaración judicial tan contundente a favor de la ayuda médica
a morir es una novedad. Canadá no sólo influye en España en el debate
territorial (Quebec), sino que tiene mucho prestigio en materia de derechos. No
hay que ser adivinos para augurar la repetición de sus argumentos por los
defensores de la eutanasia y el suicidio asistido. En España se siguen
prohibiendo ambas conductas, que se remiten, en la práctica, a la penumbra del
acto médico. El sistema no es satisfactorio del todo, pero hay dudas razonables
sobre sus alternativas. En mi opinión, habría que empezar a reflexionar en
serio sobre la posibilidad de introducir el suicidio asistido por médico para
ciertos casos. Pero, a poder ser, con mejores argumentos que los del Tribunal
Supremo de Canadá.
Fernando Rey es
catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid.
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